Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
Los Beaterios

(C) Inmaculada Alva Rodríguez



Comentario

La inquietud espiritual de una mujer, mestiza china de Binondo, Ignacia del Espíritu Santo, fue el origen del establecimiento del primer beaterio de Manila. Ésta, animada por su confesor, el Padre Paul Klein, comenzó a reunir en torno a sí un grupo de doncellas indias pobres en 1685. Las primeras que se unieron a la Madre Ignacia -como enseguida empezó a llamarle la gente- fueron Cristina Gonzales, su prima, y otras dos jóvenes, Teodora de Jesús y Ana Margarita. Seis mujeres más se unieron al grupo inicial de cuatro y no pasó mucho tiempo cuando llegaron a ser treinta y tres.


Se establecieron en una casa a la espalda de la iglesia de San José y recibieron tanto a mestizas como a indias. El beaterio se puso bajo la protección de Nuestra Señora de la Asunción, y aunque los jesuitas no intervinieron nunca en su gobierno -por prohibírselo sus estatutos-, la estrecha relación derivada de la dirección espiritual que ejercían, hizo que fuera conocido como el beaterio de la Compañía de Jesús, porque recibían los sacramentos en la cercana iglesia de San Ignacio y tenían allí muchos de sus actos litúrgicos, además de que los Padres de la Compañía eran sus confesores y directores espirituales.



Busto de Ignacia del Espíritu Santo

Busto de Ignacia del Espíritu Santo




El 3 de julio de 1732 el vicario general del arzobispado recibía la casa bajo su protección y autoridad, aprobaba sus constituciones y el mantenimiento de la dirección espiritual jesuita; pero señalaba que la administración de los sacramentos debía estar al cargo del cura de los naturales y morenos de Manila, por ser el párroco que les correspondía.



La vida de estas beatas estaba centrada en la contemplación de los sufrimientos de Cristo y en el intento de imitarle a través de una vida de servicio y humildad. Rezaban constantemente a Dios y hacían penitencia para mover su misericordia. Su espiritualidad se expresaba en la capacidad de perdonar, soportar pacientemente los defectos y corregir con amabilidad. Se manifestaba en una gran paz y armonía en la comunidad, el mutuo amor y unión de voluntades porque deseaban ser ante los demás testigos del amor de Cristo. Esta espiritualidad sostenía a las beatas en los momentos de mayor dificultad sobre todo en los tiempos de extrema pobreza, cuando incluso tenían que pedir arroz y sal por las calles. Se mantenían con el trabajo de sus manos y a veces recibían donativos de gente piadosa.



El progresivo aumento del número de beatas exigía un estilo de vida más estable y la promulgación de una Regla. La Regla, que escribió la madre María Ignacia, seguía el espíritu de San Ignacio y exhortaba a las beatas a vivir siempre en presencia de Dios y crecer en pureza de corazón. La presencia de la Virgen recorría todo el reglamento, en quien la madre Ignacia se inspiraba para saber dirigir a sus beatas. Las animaba a ser la imagen de la Virgen para las demás y que la siguieran como modelo para seguir a Jesucristo.



Muy pronto, la madre Ignacia vio la necesidad de desarrollar además una tarea apostólica. Así se empezó a admitir a chicas jóvenes como alumnas para enseñarles la doctrina cristiana y las tareas domésticas. También aprendían a leer, a coser y abordar. No se hacía distinción de color o de raza, sino que eran aceptadas indias, mestizas y españolas. Llegaron a tener unas cuarenta y cinco alumnas.



La casa dónde vivían las beatas se llamaba Casa de Retiro porque era ahí dónde tenían lugar los retiros para las mujeres que desearan hacerlos. La Madre Ignacia inició esta práctica del Retiro y ella misma lo promovió entre las mujeres. Durante ocho días concurrían en los meses de septiembre, octubre y noviembre unas doscientas indias y ochenta españolas y mestizas, aproximadamente. Acudían a la iglesia de San Ignacio para oír los puntos de meditación que les dirigía uno de los sacerdotes. Luego volvían al beaterio para reflexionar sobre lo que habían oído. Allí las beatas les explicaban en su propia lengua lo que no habían entendido y las preparaban para la confesión general.

En julio de 1748, a la muerte de la madre fundadora, residían en la casa un total de cincuenta beatas. Además vivían dieciséis niñas españolas y veintinueve mestizas e indias, que recibían educación, y una mujer casada.

El beaterio se sostenía con las rentas de las obras pías, pero sobre todo con su trabajo y con algunas limosnas que recibían de sus bienhechores. Su modo de vida se ceñía escrupulosamente a sus constituciones. La real Cédula del 25 de noviembre de 1755 autorizó la subsistencia bajo las condiciones de su fundación, haciendo mención expresa de la prohibición de que se impusiera clausura para evitar que la casa acabara transformándose en convento. Quedaba además bajo la protección real.



Durante los años 1748-1770, las beatas siguieron ayudando a los jesuitas en la atención de los retiros espirituales. No limitaron su labor apostólica a Manila, sino que salieron a las diferentes provincias en grupos de dos o más según lo aconsejaran las circunstancias. Sus sacrificados esfuerzos fueron recompensados cuando muchos hombres y mujeres volvieron a recibir los sacramentos después de haberlos abandonado durante veinte, treinta o cuarenta años.

En 1758 el centro contaba con cincuenta y tres beatas y treinta y dos niñas, de las cuales la mayoría pagaba su manutención entre dos y tres pesos. Cuando los jesuitas fueron expulsados de Filipinas, la dirección espiritual quedó a cargo del clero secular o de religiosos.



De 1872 a 1900 comenzaron a establecerse en Mindanao, habitada por musulmanes y paganos, era una isla a la que se tardaba en llegar dos o tres meses en barco. Asumieron la formación de huérfanas en el sur de Mindanao, pero la guerra hispano-americana acabó con esta iniciativa. Las beatas de la Compañía también desarrollaron labores de enseñanza en escuelas municipales de dicha isla. En 1880 se hicieron cargo de las de Dapitan y Dipolog y más tarde llegaron a Zamboanga (1893), Lubungan (1895), Surigao (1895) y Butuan (1896) En estos años el beaterio de Manila se había orientado a la enseñanza formal. En 1896 aceptó alumnas seculares y ocho años más tarde se les habilitó para graduar maestras de escuela.



El Administrador Apostólico de la diócesis de Manila concedió a las Hermanas en 1902 que pudieran acudir todas a Manila desde sus diferentes misiones para elegir a su Madre General. Ese mismo año fue elegida la Madre María Ifigenia Alvarez, una nativa de Ermita, la primera Madre General elegida en Capítulo General.

Con la nueva Madre General empezó una época de expansión y progreso. Se abrieron muchas casas por lo que había una gran demanda de hermanas que pudieran enseñar. La Madre Ifigenia, con gran perspicacia animó a las Hermanas a cursar estudios superiores en la Universidad de Santo Tomás en Manila para que estuvieran mejor preparadas para la tarea que les estaba esperando. Durante su administración se abrieron diez casas, escuelas y dormitorios. Otras más pequeñas se fundieron pero debido a circunstancias adversas hubieron de cerrarse más tarde. En 1938, la madre Efigenia, que tenía 80 años entonces y llevaba siendo Madre General 30 años (después de cuatro reelecciones) solicitó un permiso especial para ser relevada de su cargo aunque no hubiese expirado el período para el que fue elegida. Su petición fue aceptada y en julio de 1938 fue elegida la Madre Andrea Montejo para sucederle.



Actualmente continúa su andadura en la Congregación de Religiosas de la Virgen María.